Por René Laphond
Drácula de Bram Stoker se estrenó en 1992 y marcó la primera victoria significativa de taquilla para el director Francis Ford Coppola fuera de su trilogía El Padrino. El enfoque abordado alejó a muchos cinéfilos, pues fue comercializada como fiel a la novela de 1897 pero profundizó en los temas románticos y sensuales del cuento, en lugar del terror de adaptaciones anteriores. Pero adornada con una increíble soberbia óptica y técnica, la película es un festín visual literario y dramático de exceso operístico.
Grandiosa en su estilización gótica victoriana, tal vez la película de Coppola no pertenezca al género de terror en el sentido moderno, ya que no contiene escenas de sustos como los que se encuentran en otras películas de terror genéricas.

Por supuesto, elementos de terror como las manifestaciones monstruosas de Drácula (como un hombre lobo y una criatura murciélago) y galones de sangre llenan la pantalla, pero estos se emplean en un sentido metafórico en lugar de provocar terror en el espectador. Lo que ofrece Coppola es una historia de amor (completa con el eslogan de marketing: “El amor nunca muere”) contada con imágenes vibrantes y uno de los primeros Dráculas cinematográficos en ser más que un chupasangre macabro.

El director insistió en que no hubiera efectos digitales y que todo lo que quería ver debía lograrse “en cámara”, así que él y el director de fotografía Michael Ballhaus revivieron técnicas que no se habían utilizado en décadas: retroproyección, miniaturas, doble exposición y perspectiva forzada, herramientas y habilidades de efectos de la década de 1920 o antes.
Gracias a eso, Drácula tiene una presencia física que una película digital no puede lograr. El CGI envejece mal, ya que nuestra agudeza visual se pone al día y deja de ser engañada. Pero los efectos en la cámara y basados en modelos tienen una atemporalidad que debe todo a su existencia física en el espacio, definida por luz real.
Aunado a esto, debemos darle un mérito enorme al magnífico diseño de producción de Thomas Sanders y Garret Lewis y también a la diseñadora de vestuario, Eiko Ishioka, quien ganó un Premio de la Academia por esta película y liberó a Drácula para siempre de los clichés con capa de encarnaciones anteriores. Todo se hizo tan real que la boda entre Mina y Harker fue grabada en una iglesia de verdad en Los Angeles y presidida por un ministro auténtico, por lo que Wynona Ryder y Keanu Reeves están realmente casados por esa escena, no legalmente, pero sí “a los ojos de Dios”, cosa que no representa ningún problema para los actores y que bromean con llamarse “esposo/esposa”.
Las escenas más brillantes de Coppola en la película tienen lugar dentro del castillo, donde la física no se comporta como debería.

El conductor del demoníaco carruaje extiende su brazo y agarra a Harker desde varios metros más allá de su alcance, levantando a su pasajero en el carruaje y cuando llega al castillo, el diseñador de efectos de sonido ganador del Oscar emite susurros y gritos ininteligibles que provienen de todo nuestro alrededor. Se proyectan sombras que se mueven independientemente de su dueño, ansiosos por liberarse de su amo y estrangular a Harker, quien se siente atrapado por un entorno de otro mundo donde los ratones se arrastran por el techo y los espejos no reflejan al Conde, solo la aparición de una llama azul fuera del castillo fue con efecto digital.
Ver películas como esta nos hace añorar los días anteriores al CGI, cuando el cineasta todavía miraba hacia el pasado en busca de formas astutas de lograr la magia del cine. Sumado a esto, la rotunda partitura de Wojciech Kilar infunde la sensibilidad operística de la película haciendo vibrar nuestra existencia durante los muchos clímax de la película.
Aunque muchos críticos admiraron la energía y la inspiración visual que Coppola infundió en su adaptación, pocos consideraron que fuera fiel al libro de Stoker.

Se creía que el tono era demasiado romántico, Drácula demasiado humano y la narrativa más sobre el estilo que sobre la sustancia. Además, algunas inspiraciones provenían más de otras películas sobre Drácula que la novela de Stoker. Detalles como la frase “Nunca bebo… vino” se originaron del Drácula de Tod Browning en 1931 o la referencia a Nosferatu (1922) cuando emerge de su ataúd.
La historia sugiere que la búsqueda de Drácula se trata más de recuperar a su antiguo amor que de crear un ejército de vampiros en Londres, su plan en el texto de Stoker, esto solo mencionado brevemente en escenas con el loco Renfield, la interpretación excepcional de Tom Waits.

Los detractores se opusieron más al pre-título “Bram Stoker’s“, dadas las considerables libertades que Coppola y Hart se tomaron del material fuente y proponían que la película debería haber sido titulada “Drácula de Francis Ford Coppola”.
Como el Conde, Gary Oldman es maravilloso: la combinación perfecta de amenaza, encanto, inteligencia y presencia que exige el papel. Verdaderamente maldito, el Drácula de Coppola busca la redención en lugar de satisfacer su sed de sangre como sus predecesores cinematográficos y se convierte en un personaje tridimensional en lugar de otro monstruo temido y despreciado por la audiencia. Lo entendemos y empatizamos con él. Cuando leyó el guión por primera vez, decidió que valdría la pena hacer la película solo para poder sentir cómo sería decirle a alguien:

“He cruzado océanos de tiempo para encontrarte“.
Gary Oldman .
Tres merecidos Oscar ganados por esta película, edición de sonido, diseño de vestuario y el de maquillaje.
El vestuario de Eiko capturó elementos del teatro Kabuki y el misticismo de Bela Lugosi en las túnicas sedosas de color rojo carmesí de Drácula, mientras que la armadura del joven guerrero Vlad parece haber sido arrancada la piel del cuerpo para revelar la musculatura subyacente, verdaderamente icónico.
El último traje usado por Drácula está inspirado por la pintura “El Beso”, de Gustav Klimt. Eiko continuaría siendo reconocida por similares atuendos en The Cell (2000).
Del mismo modo, el equipo de maquillaje Greg Cannom, Michèle Burke y Matthew W. Mungle crean aterradores diseños para Oldman, desde su rostro de Drácula envejecido (con moños en el cabello inspirados en Kabuki y palmas peludas) hasta el hombre lobo y la criatura murciélago. Que Oldman sea capaz de actuar a través de disfraces tan elaborados y aun así representar al Drácula más escalofriante en pantalla desde Lugosi sigue siendo un testimonio no solo de la funcionalidad de estos, sino también de la interpretación increíble y profundamente articulada de Oldman.

A decir verdad, la historia funciona mejor una vez que los espléndidos detalles de la producción se han impregnado en la memoria después de verlos repetidamente, lo que permite que la naturaleza romántica de la narración se arraigue así como las maravillas palpables de la producción.
Con el entusiasmo de un estudiante de cine hambriento por usar su vasto conocimiento de los trucos cinematográficos, pero con el ojo de un maestro, Coppola construyó esta producción elegante y deslumbrante que redefine a Drácula con la humanidad impartida en su iconografía de terror.

La sangre y la sensualidad tienen significados muy diferentes aquí que en las típicas películas de vampiros donde se chupan los cuellos y se estacan los corazones solo por entretenimiento. Esta obra maestra defectuosa, cuya grandiosa puesta en escena infunde esa audacia en cada elemento de la producción, da como resultado una narración incomparable e inolvidable del drama de Drácula.
Han pasado 125 años de la publicación de la novela y 110 años de la muerte de Stoker, pero la historia nos sigue pareciendo tangible. Drácula es una película grandiosa, operística, histérica y defectuosa, pero también es un espectáculo increíble.
