Por Kevin Alcaraz
Érase una vez, una bella y menemista niña apasionada por los caballos, que, tras no tener aparentes oportunidades de reclamar el trono al no ser nieta del hijo primogénito del rey en turno, pronto su suerte cambiaría por completo cuando su tío abdicó su derecho para casarse con una chica estadounidense divorciada; por lo que ahora la pequeña Lilibet se sabía como próxima heredera de la corona a los diez años de edad. Aunque, nunca imaginó que solo quince años después emprendería la campaña de reinado más extensa que la humanidad haya visto.
Pues bien, la Navidad de 1951, la familia real británica celebraba las que con toda seguridad serían las últimas fiestas decembrinas con el rey Jorge VI, quien para entonces ya arrastraba con el fugaz deterioro de su salud a causa de un cáncer de pulmón. De hecho, su hija Elizabeth Alexandra Mary ya le había reemplazado en varias oportunidades en algunas funciones estatales y religiosas algunos meses atrás.
Para inicios del siguiente año, Elizabeth, su esposo Felipe y sus agendas se debían a una extensa gira ¨diplomática ¨internacional en la que pasarían por países africanos y asiáticos. Sin embargo, el 6 de febrero, durante la escala en Kenia, tuvieron que volver de inmediato a tierras inglesas ante la mediática y previsible muerte del rey.

Si bien la noticia no sorprendió a nadie, sí que se alzaban las dudas sobre la heredera al trono, quien con solo 25 años de edad se convertiría en la sexta –y, con creces, la más célebre- monarca del Reino Unido y la Mancomunidad de Naciones.
Pese a que, protocolariamente se debía guardar un luto ante el fallecimiento de un monarca, la primera reunión de la Comisión de la Coronación fue solo un par de meses después de su deceso. Incluso, la sucesión al trono fue proclamada en un Consejo de Adhesión en breve, confirmando así el nombre real de su majestad: Elizabeth II.
Esperando por la coronación oficial –programada hasta verano del siguiente año- la reina asistió a su primera apertura del parlamento hasta noviembre de 1952, en el que leyó y firmó la Declaración de Adhesión, para luego ofrecer su primer discurso como monarca ante el mismo parlamento.

Una vez se guardó el suficiente luto, el 2 de junio de 1953 se dio el evento pilar de la televisión internacional -aún a expensas de Winston Churchill-: la suma gobernante de la Iglesia de Inglaterra convocaba a cuanto mandatario de la Commonwealth le viniera a la mente, para atestiguar la colocación de la Corona de San Eduardo sobre su rubia cabeza.
Aunque ningún Estado extranjero intervino formalmente en la organización de la ceremonia -ya que se consideraba un rito religioso de la Gran Bretaña-, sí que movilizó una multitud de gobiernos y villamelones, quienes no dejaron pasar semejante oportunidad diplomática para fortalecer sus puestos políticos.

“Sirs, I here present unto you Queen Elizabeth, your undoubted Queen: wherefore all you who are come this day to do your homage and service.”
Incluso, cuando Elizabeth II arribó a la Abadía de Westminster al ritmo de Zadok the priest y I was glad, se le vio portando un vestido ofensivamente hermoso de seda blanca con emblemas florales de cada comunidad periférica a la corona: la Rosa Tudor de Inglaterra, el cardo de Escocia, el puerro de Gales, el trébol irlandés de Irlanda del Norte, la acacia de Australia, la hoja de arce de Canadá, el helecho plateado de Nueva Zelanda, la protea rey de Sudáfrica, dos flores de loto de la India, entre muchos otros arreglos. En fin, toda una cátedra de supeditación.
Además, y al margen del inmenso impacto que tuvo la ceremonia -la cual costó 1.57 millones de libras, lo que hoy serían unos 44 millones de dólares-, esta trajo de igual forma la impresión nuevos robles a través de toda la Mancomunidad de Naciones llamados Royal Oaks.

Vale la pena recordar que la misión de la reina tras su coronación -servir como encarnación de los valores cristianos tradicionales-, aunque simple en su concepción, fue puesta a prueba apenas un par de años después con la crisis de Suez, a la que siguieron una interminable e infame lista de controversias durante su reinado que seguramente merecen su propio artículo.
Sin embargo, con su reciente deceso, y a través de los siguientes años, resultará más factible dar con más asertividad al balance final alrededor de la figura de Elizabeth II. Más, lo que hoy es innegable es que su inagotable carisma cargo en vida con el peso de la polémica, de una profunda división afectiva entre su pueblo, y con el hecho de ser la figura ornamental más costosa que los libros de historia han podido registrar.