Por Kevin Alcaraz
El cine de terror paranormal cuenta con dos características inherentes: no es tomado en serio por la crítica, y, generalmente viene acompañado de un montón de recursos -a veces baratos- como escenas jump scares, imágenes horríficas o una ingente cantidad de sangre. Sin embargo, a finales de los sesenta apareció una cinta diferente, atestada de temáticas controversiales, cargada de una incesante sensación de peligro, y que, además, colocó al género en una posición inmejorable para que años después llegaran otros grandes filmes como The Exorcist (1973), The Omen (1976) y The Shining (1980). Lástima que haya sido dirigida por un pedófilo y depredador sexual.
Cuando Ira Levin estaba a punto de publicar su segunda novela titulada Rosemary’s Baby en 1967, Paramount Pictures compró los derechos sobre ella antes de que siquiera viera la luz en el mercado. Después de barajar la posibilidad de poner en la silla de director a Alfred Hitchcock, resolvieron confiar en un entonces desconocido y excéntrico cineasta europeo: Roman Polanski.
Dada la virginidad de la obra, resultaba imprescindible poner al frente a una actriz sumamente reconocida; y, ¿quién mejor que la flamante esposa de los ojos azules más bellos del espectáculo? Por cierto, Mia Farrow es cinco años menor que Nancy Sinatra -hija mayor de Frank-, y solo un año mayor que Tina Sinatra -la más joven de la familia-.

A decir verdad, esta decisión no cayó nada bien en Frank, quien, para entonces había retirado a Mia del medio artístico; por lo que, en repetidas ocasiones -incluso en pleno plató de grabación- le pidió el divorcio a Farrow. Claramente, el no sojuzgarse a su voluntad, aparecer con el pecho descubierto durante la cinta, y la temática satánica del filme fue demasiado para el mojigato corazón del cantante.
En cuanto a la película, la historia es de dominio público. Una joven pareja conformada por Rosemary y Guy Woodhouse se instala en el sombrío complejo de apartamentos Bramford -escenificado como el Dakota Building, lugar donde unos diez años más tarde fue asesinado John Lennon-, con la aspiración de que Guy forje una exitosa carrera como actor de Broadway. Allí conocerán a los viejos Castevet, quienes, a través un influyentismo subliminal y promesas de estrellato, conducirán a Rosemary hasta engendrar al mismo anticristo.
El incidente incitador llega cuando una de las vecinas parece haberse suicidado saltando desde lo alto del edificio; evento que une a ambas familias en una pseudo celebración disfrazada de lamentos. A partir de acá, los ancianos, en modo de omnipresentes caciques, ganarán con cada nueva escena más y más poder en el seno de los Woodhouse.

Dejándose flirtear por los Castevet y un importante papel en una obra local, Guy parece ceder ante el deseo de su pareja de tener hijos. En cambio, completamente drogada por sus vecinos, Rosemary emprende un mambo místico en la que sería violada por Satanás en una de las escenas más icónicas en la historia del cine, y en la que se haría uso del único efecto especial del filme… los ojos amarillentos de Lucifer.
A la mañana siguiente, Guy le vindica a su esposa los rasguños en su cuerpo diciéndole que le hizo el amor mientras dormía; justificando así también lo que ella pensaba fue solo un sueño. Y es que, al margen de la rudeza sexual, normalizar la violación marital es siempre importante ¿cierto?
Durante los siguientes meses, Rosemary, víctima de ser madre primeriza, es silenciada y ridiculizada por su marido y el doctor Sapirstein -sí, tal y como el can del mismo Polanski-, por leer libros sobre maternidad. Sus constantes dolores abdominales y su rigurosa dieta, levantan las sospechas en ella y su círculo social, hasta que finalmente la cloaca se destapa y cae en cuenta de que está siendo maniatada por un aquelarre.

Tras las labores de parto, el bebé es privado brevemente de su madre, quien parece no dar crédito a lo vivido. Al término del filme, Rosemary, aunque aterrorizada por el producto de su vientre y el culto satánico que le rodea, resuelve obedecer sus instintos maternales y acunar a regañadientes al hijo de Satán.
En un sentido metafórico, el falso embarazo de Mia fue, y sigue siendo, una representación de las mujeres en la industria del entretenimiento, quienes se ven obligadas a portar una semilla maldita con la eterna promesa de alcanzar lo anhelado.
De hecho, poco importa quién o qué es el bebé de Rosemary, pues, solo se trata de un elemento axial. Polanski no trabaja a partir de la sorpresa, siendo que, rumbo hacia el ombligo de la historia, ya se ha contado todo lo necesario para prever el final; sino que la cinta funciona por lo terriblemente inevitable que resulta la conclusión de la misma.

También, es de destacar que, si bien la película carga con una intensa escuela teatral europea, sí que cuenta con un ritmo impecable de conflicto. Acechadas por la incesante presencia de los relojes o el Für Elise de Beethoven, cada secuencia cuenta algo importante, poquísimas escenas sobran, y los recursos cinematográficos están en todo momento al servicio del espectador.
Por otro lado, el que se haya abordado una temática satanista no hizo más que sublevar aún más al filme. Rosemary’s Baby llegó en un momento sumamente conveniente, justo en el alba de una nueva ola de liberalismo progresista en Estados Unidos, producto de las crisis urbanas y raciales, aunado a los asuntos gubernamentales durante Vietnam. La Iglesia de Satán había sido fundada apenas unos años antes, el conservadurismo norteamericano estaba alerta, y aún el público más escéptico alzaba las cejas ante la menor presencia de brujería. En otras palabras, el contexto social no podía haber sido mejor.
Es una verdadera pena que la cinta haya dado pie a tan paupérrimas producciones como la secuela de 1976 y la miniserie de NBC protagonizada por Zoe Saldana en 2014. Más aún, que durante los siguientes años Roman Polanski emprendería una más que infame carrera como prófugo de la justicia con letras mayúsculas; pues, durante los setentas se le comprobó, al menos, cuatro casos de violación a menores de edad. Pese a ser declarado culpable, la burocracia estadounidense le abrió la puerta de escape al director, quien no dudó en huir hacia Europa. Desde entonces, las incontables órdenes de extradición han sido insuficientes para llevarlo ante un juez, mientras él sigue dirigiendo, recibiendo premios… ganándose la vida gracias a una olímpica amnesia colectiva.

Por esta misma razón, es cuanto más curiosa la paleta de temáticas propuestas a lo largo de Rosemary’s Baby. Desde la violación, el parto forzado, la subyugación del cuerpo y voluntad femenina, hasta la egolatría de los eternos tiempos patriarcales; todo suma a la aparente incompetencia de la protagonista, a quien incluso se le escarnece por cortarse el cabello como duendecillo.
Así, entre su vestuario jovial y el colorido insert del título mismo, Rosemary lleva consigo por 137 minutos la inocencia de una chica real en un mundo real, cuya única opción al final del camino es precisamente la de mecer su espantosa realidad; es decir, auténtico cine de terror.