Por Edgar H. S. Rhosdell
El Estado de Chihuahua es dueño de una historia real tan poco conocida que vale la pena contar y conocer. Por lo cual me vi sumergido en una exhaustiva investigación con la finalidad de recopilar los datos exactos que sucedieron y dieron origen a dicho relato. Hoy, que al fin reuní la información, he decidido compartirla aun siendo consciente de la irónica desgracia que existe al final, razón por la cual también aceptaré la incredulidad de las personas que pudieran sentirse ofendidas y desconcertadas.
La historia, pues, que he de narrarles sucedió ya hace bastantes años, en uno de los pueblos que se encuentra cerca de lo que hoy en día conocemos como la ciudad de Meoqui. No es necesario mencionar el nombre exacto del lugar ya que esta información ha sido la única que ha variado: algunos ancianos me aseguraron que ocurrió en determinado sitio, mientras que otros cambiaron la ubicación del relato. Por lo tanto, con el fin de no quitar meritos, o humillar, a un pueblo y otorgárselos a otro, lo dejaremos así.
Cuenta la leyenda que un hombre vivía en las afueras de este pueblo. Era un auténtico holgazán, un viejo despreocupado, sucio y estúpido que rara vez dedicaba tiempo al trabajo. No tenía hijos y mucho menos esposa, pues esto requería responsabilidades, y las responsabilidades reclaman dinero.
Su nombre era Francisco, y los habitantes del lugar le decían Pancho, sin embargo, la mayoría de las personas se refería a él a sus espaldas como la garrapata. Y bien merecido se tenía este apodo, ya que era común verlo caminando por las calles pidiendo dinero, comida o alcohol, y no necesariamente en este orden. Los vecinos, además de soportar su desvergüenza, también debían tolerar la estela de fetidez que dejaba a su paso en las angostas calles del lugar.
Un día, cansado ya de su miseria, se devanó los sesos por encontrar una solución que cambiara su vida de una vez por todas.
Pensó y pensó, pero debido a que en exiguas ocasiones se había servido de su cerebro, le fue imposible dar con una respuesta de inmediato. De tal modo se desgranaron los días, y al exprimir de forma continua lo que sea que tenía dentro de su cabeza, al fin logró encontrar su tan preciada solución. Sonrió por su victoria, y se regaló unos días de descanso para celebrar con fervor todo el júbilo que transpiraba.
La idea que se clavó en su mente no era otra más que la de robar, pero era tanta su inexperiencia que no sabía de qué manera dar inicio a su plan. Al desconfiar de su conocida incompetencia, decidió emplear más tiempo para idear uno de mayor solidez.
Tuvieron que desintegrarse cinco meses, recordemos el nivel de holgazanería del que gozaba, para dar por terminada la agobiante tarea de ingeniar sus intenciones. Su lentitud también fue alimentada por los días de descanso, pues por un día de intensa concentración se tomaba cuatro para relajarse. Una vez que el plan estuvo bien estructurado en el interior de su marchita sesera, no dudó en llevarlo a cabo una acalorada noche de jueves.

Esa noche el viento era contenido en alguna parte lejana y desconocida del mundo. Hacía un calor de los mil demonios, y a causa de esto es que se le antojaba desplomarse sobre el suelo para contemplar el firmamento, pero, por fortuna, la necesidad es mayor al deseo, y Pancho fue consciente de esto, de lo contrario, y para decepción de todos, no estaría contando esta historia.
Entró al pueblo y caminó por sus oscuras calles con el mayor sigilo que pudiera alcanzar un hombre con su inexperiencia. Desconfiaba, incluso, de sus propios movimientos. Giraba su cabeza de derecha a izquierda, y sobrecargaba los músculos de su cuello con el único fin de asegurarse de que no era observado. A causa de este excesivo trabajo estuvo a nada de abandonar su barco, pero por alguna extraña razón persistió.
Vagó a paso tenso bajo la densa cortina de la noche, cuestionándose, una y otra vez, si aquello que pensaba hacer valdría la pena.
La idea de regresar y hacerlo después estuvo presente, pero le dio tanta pereza volver sobre sus pasos que decidió culminar su plan, aunque este también requería un esfuerzo excesivo, y para entonces el nivel de sus fuerzas había descendido bastante.
Ninguna de las casas lo convenció, razón por la que siguió caminando hasta que salió del pueblo y encontró un sendero plagado de hierba que ondulaba por el llano, el cual nunca antes había visto. No detuvo su marcha: esperanzado por encontrar algo al final.
Su suerte alcanzó un apogeo incalculable cuando dio con la casa que podría cubrir sus necesidades.
Se acercó hasta ella, y con mucho cuidado abrió las cortinas y echó un vistazo al interior. La familia dormía con total y envidiable placidez. Entrecerró los ojos para conseguir una mejor visibilidad, y gracias a esto es que logró diferenciar un pequeño bulto disforme, pero, al entornar aún más su mirada, distinguió los suaves relieves de un rostro, y confirmó que se trataba de un bebé, cuyo descanso era al lado izquierdo de la mujer.
Con extremo cuidado se sujetó de la ventana y metió primero el pie derecho. Una vez adentro, permaneció inmóvil al percibir un brusco sonido que erizó los vellos de su nuca al igual que pequeños alfileres. Casi de inmediato pensó que había sido descubierto, por lo que en cualquier momento le levantarían la tapa de los sesos con un mosquete, o tal vez le dejarían incrustada la hoja oxidada de un machete en el cráneo. No obstante, nada de esto sucedió, y se mostró aún más sorprendido al escuchar el incesante aleteo de lo que parecía ser un centenar de aves. Se estremeció hasta el tuétano, y al ver que ni la mujer ni el hombre se despertaron, decidió dar un par de pasos más al frente, pero tuvo que interrumpir sus intenciones cuando una parvada de cuervos alzó el vuelo.
Abrió aún más los ojos al ser testigo de que estos se encontraban por todos los rincones de la habitación, y con toda certeza podrían estar en el resto de la casa. A pesar de su asombro, esto no lo inquietó por mucho tiempo, pues debido a que él estaba tan acostumbrado a dormir afuera, rodeado de todo tipo de animales, ya sea rastreros o aéreos, lo pasó por alto.
Así pues, siguió con su objetivo, y al tiempo que se adentraba más a la casa, los cuervos restantes emprendieron el vuelo y salieron disgustados por la interrupción de su descanso. Las ráfagas de aire extendieron por la habitación un despreciable aroma. Este hedor parecía haber sido exhalado por un osario. La inquietud regresó, pero debido a que Pancho rara vez se bañaba, y el único uso que le daba al agua era para satisfacer su sed, decidió, al fin, que este asunto tampoco requería su atención.
Sin problema alguno se acostumbró al olor, y en menos de diez segundos le pareció tan normal como respirar o cagar.

Mientras echaba un minucioso vistazo, una perra apareció y comenzó a mirarlo desde el umbral de la puerta que daba a la siguiente habitación. Los ojos del animal lo observaban con profundo desprecio, o esto fue lo que pensó él al ser testigo de su creciente e imperturbable interés. A puro golpe de ojo, y desde donde se encontraba, pudo deducir que el animal tenía pocos días de haber parido, y con demasiada seguridad aún amamantaba a sus crías. Sus ojos estaban tan inflamados, por la presencia de Pancho, como sus tetillas.
Una vez más regresó a él la admiración al no comprender cómo es que la perra pudo percatarse de su llegada, pero no así sus amos. Miró de reojo al matrimonio, y volvió a tranquilizarse al encontrar abundantes similitudes con su propio descanso. Cuando finalmente superó dicha inquietud, y al ver que la perra no pretendía alertar a sus dueños, Pancho se animó a seguir con su búsqueda. Caminó bajo el dintel de la puerta al cuarto siguiente. La perra le dio acceso, pero sus ojos oscuros, a causa de la noche, no se apartaron de su fatigado cuerpo.
Su sorpresa fue aun mayor al no encontrar algo de valor con lo que pudiera asegurar su victoria y dar por concluida su misión.
De la sorpresa pasó a la ira: era imposible creer que pudiera existir una familia casi tan miserable como él.

Luego de buscar por todos lados, y al no encontrar nada, decidió volver a la habitación con el fin de emprender la huida. Para entonces la perra lo observaba con evidente desesperación a un costado de la cama. De no ser porque el bebé comenzó a llorar, Pancho se habría largado, pero el llanto fue razón suficiente para acercarse, pues este tampoco logró fracturar el sueño de la pareja.
El hedor aumentó una vez que llegó hasta el borde de la cama, y pudo distinguir, gracias a las blancas luces de la luna que se colaban por una rendija del techo, que la piel de los padres presentaba una intensa lividez, también distinguió profundas grietas que la recorrían como estrías infinitas en un desierto estéril. Un enjambre de moscas alzó el vuelo, y con su movimiento crearon una sonora vibración. Pancho, por su parte, no se angustió a causa de estos detalles: su piel tenía el mismo color y textura, y con regularidad era seguido por un enjambre del mismo tamaño.
Antes de marcharse, la perra se subió a la cama y se recostó alrededor del infante, quien no dudó en prenderse de una de las tetillas para comenzar a mamar con avidez. Al presenciar esto, Pancho tuvo una idea brillante, y pensó que pasar hambre ya no sería necesario si se tenía una perra que acabara de parir. Se rascó la cabeza y sonrió triunfante ante este inmejorable pensamiento, incluso se sorprendió que hubiera salido de él.
A fin de no interrumpir la hora de comida del bebé, y sin la intención de despertar a los padres: salió de la casa conteniendo las ganas de llevarse al animal. Ignoró las advertencias y los peligros que en el interior habitaban, y solo se alejó, motivado por una firme solución que daría fin a sus prolongados tiempos de hambre.
La historia podría terminar aquí, pero es necesario mencionar que Pancho tuvo una larga vida gracias al centenar de perras recién paridas que logró atrapar. Consiguió perras de todos tamaños y colores, y cuando la leche de una no lo complacía, tenía el descaro de deshacerse de ella y conseguir otra que encantara su refinado paladar.