Desaparecida.

Por Luis Héctor Arreola

El perro luchaba con determinación espartana para alcanzar la bolsa de basura. Sin duda, su olfato lograba percibir un posible alimento en medio del bulto de desechos colocado sobre una estructura metálica creada, expresamente, para ser inaccesible a los caninos. Santos Mondragón lo observaba desde el interior de su destartalado Nissan Sentra esperando que tuviera éxito. Otro día, otro hueso. Miró su reloj de pulsera: 3:46 AM. Aún no había rastro del hombre que estaba esperando.

Tomó el vaso de café que tenía a su lado y le dio un sorbo, pero lo escupió de regreso al recipiente. Estaba helado. Se frotó fuertemente las manos tratando de entrar en calor. Los dientes le castañeaban. Tuvo la tentación de encender un cigarrillo, pero resistió. Estaba oscuro y el destello del tabaco encendido podría delatarlo. Suspiró y pensó en el motivo por el cual montaba guardia en esa noche de perros. Como toda historia de detectives digna de contarse iniciaba con una mujer.

Mariana Valdez buscaba a su hermana Fabiola que había desaparecido dos meses atrás.

Como ciudadana respetuosa de la ley había hecho la denuncia pertinente ante el ministerio público y por tanto había recibido una respuesta propia de tan eficaz institución: «nosotros nos comunicamos cuando sepamos algo».

Acudió a una ONG dedicada a la búsqueda de desaparecidos. Recibió mejor atención, pero las mismas esperanzas. Así fue como terminó contactando a Santos quien se había labrado cierta reputación como investigador privado entre algunos círculos de la ciudad de Chihuahua. En realidad, no era detective: no tenía un despacho con ventilador de techo, ni una secretaria rubia de piernas largas. Sólo era un ex policía que malvivía como saca borrachos en un bar de mala muerte y aceptaba esos trabajos de vez en cuando para llegar al final de la quincena sin morirse de hambre.

Aceptó el caso de Mariana de inmediato. No lo convencieron las desgarradoras expresiones de dolor al narrar su historia, ni las promesas de conseguir un préstamo bancario para pagar sus honorarios. Fue su mirada. Esos ojos oscuros y melancólicos. Desesperados.

Su primer movimiento fue ir a ver al MP encargado del caso para saber si tenía algún dato útil. Pero el licenciado Manuel Huerta no sabía nada. Ni siquiera recordaba el hecho. “Es que tengo tanto trabajo que está difícil acordarse de todo”, alegó. “Y tampoco es que le preocupe mucho, ¿no, licenciado?”, dijo Santos irónico. Sólo era otro burócrata pomposo que se daba aires de importancia para esconder su mediocridad. Conocía su tipo. Estaba ahí sólo porque no pudo conseguir un empleo mejor.

Optó por hablar con las personas cercanas a Fabiola. Familiares, amigos, compañeros de escuela, vecinos. Aquí y allá se fue repitiendo un nombre: Fernando Leyva.

El perro finalmente consiguió bajar la bolsa de basura. Desparramó su contenido sobre el suelo y sacó lo que buscaba. Santos no pudo ver qué era a causa de la oscuridad. Sintió un escalofrío. Miró el reloj: 4:02 AM. “¡A la chingada!”, exclamó fastidiado y encendió un cigarrillo. Le dio una calada y después expulsó una bocanada de humo con placidez. Justo entonces vio un par de haces de luz acercarse desde el fondo de la calle. Lanzó un juramento y arrojó su tabaco al vaso con café helado. El carro se detuvo al otro lado de la calle. De su interior se apeó un hombre que se tambaleaba al andar.

            —Rock and Roll —murmuró Santos.

Fernando Leyva decía ser trovador. Un poeta bohemio que amenizaba el ambiente de diferentes cafés de la ciudad. Al detective sólo le parecía una mala imitación de Ricardo Arjona. Tenía fama de Casanova y se le había visto varias veces con Fabiola antes de desaparecer. Además, parecía tener una considerable solvencia económica si se tenía en cuenta que no trabajaba y que por cantar sólo recibía propinas de los clientes.

Santos lo confrontó una noche saliendo de un bar. Fue decepcionante que sólo requiriera dos cachetadas para que soltara toda la sopa. Fernando trabajaba para una banda dedicada al tráfico de personas. Él enamoraba a las víctimas (muchachas jóvenes, por lo regular) y una vez enganchadas las entregaba a la banda, que las usaba para fines de explotación sexual. Así fue como Fabiola terminó en un burdel en Ciudad Juárez. T

También se enteró que la red incluía a policías, políticos y empresarios locales.

Informó a Mariana sus descubrimientos. También contactó a un conocido en la PGR y le contó del caso. Santos sabía muy bien que era improbable que se desarticulara la red de trata de personas, pero al menos se podía hacer un operativo de rescate que haría ver bien a la institución federal y a su amigo. Diez días después su foto aparecía en la página principal de la sección policiaca de varios diarios locales y nacionales. No le alcanzó para la primera plana porque ese día la selección nacional había obtenido un importante triunfo en la eliminatoria rumbo al próximo mundial. Los medios oficiales alabaron el contundente golpe al crimen organizado orquestado por la Policía Federal y los diarios de izquierda opinaban que todo era un montaje para maquillar la incompetencia de las autoridades para frenar la situación de violencia en el país.

Fabiola regresó con su hermana y ambas huyeron hacia Estados Unidos.

Santos tomó la cuarenta y cinco que descansaba sobre el asiento del copiloto y se dirigió al hombre que había bajado del otro vehículo. Éste no reparó en la presencia del detective. Trataba infructuosamente de introducir su llave en el picaporte de la puerta de su casa, pero su pulso tembloroso se lo impedía.

            —Buenas noches, licenciado Huerta —dijo Santos en tono gélido.

 El hombre dio un respingo, sobresaltado. Lentamente se volvió. Santos pudo ver cómo la bruma alcohólica se disipaba de sus ojos y daba paso al más puro terror. Fernando Leyva también le contó que la banda tenía comprado a un agente del ministerio público encargado de alterar expedientes o dar carpetazo a las investigaciones de personas desaparecidas. Ese hombre era Manuel Huerta. Santos sabía que el licenciado no era más que una insignificante pieza de todo aquel tinglado, que quitarlo de en medio no cambiaría nada, que volverían a comprar a quien lo reemplazara.

Sabía todo eso y lo odiaba, pero había aprendido a vivir con ello, como tantas otras personas en aquella ciudad sin esperanza. Aun así, Huerta no podía continuar con vida. No por su indiferencia, ni porque privaba a los deudos de las víctimas de tener certidumbre, de saber la verdad. No, debía morir porque sabía demasiado: de Santos y de las víctimas y por lo tanto mientras respirara no podían caminar seguros por la calle.

Al ver el cañón del arma Huerta quiso decir algo…

            Se escuchó un disparo.

Después silencio.

Cuento incluido en México Noir. Antología de relato criminal (NITRO/PRESS, 2016).

Héctor Arreola (Chihuahua, 1983), Licenciado en Letras Españolas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UACh. Es narrador y ha ejercido como docente y gestor cultural. Autor de las novelas de género negro Érase una vez en Chihuahua (Artificios, 2016) y Dalila (Ediciones Periféricas, 2022). Además, ha sido incluido en las antologías México Noir. Antología de relato criminal (NITRO/PRESS, 2016) y Nada podía salir mal (Artificios, 2017). Fue acreedor al 6º Premio Se busca escritor en 2019, en la categoría de novela, otorgado por la editorial De Otro Tipo con la novela Paralelo de sangre (De Otro Tipo, 2022). Escribe novela negra porque es la única forma socialmente aceptable en que un adulto puede seguir jugando a policías y ladrones.

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