Por César Salazar
Desde la infancia, los cuentos de hadas no sólo han entretenido. Fueron partícipes del desarrollo moral y civilizatorio durante milenios. Nacidos de la tradicional oral, antiguos mitos y misteriosas leyendas se han amalgamado y nos regalan ahora arquetipos que seguimos rastreando dentro de las grandes narrativas como el cine, o aquella serie que nos cautiva en el primer episodio. Y dentro de la inmensa mayoría de autores que instauraron nuevas visiones sobre el cuento, Charles Perrault es un claro ejemplo de lo revolucionaria que llega a ser la escritura.
Mucho antes que los hermanos Grimm recopilaran los cuentos tradicionales europeos durante el siglo XIX. En Francia, en la segunda década del siglo XVII nacía Charles Perrault quien canonizara los cuentos de hadas, tomando prestadas las historias antiguas del folclor europeo. Este trabajo representaba el cierre de un lánguido quehacer burocrático, ya que su trabajo como funcionario estatal al servicio de la corte, resultado de una herencia familiar, se tornaba escabroso, y él, en cambio prefería el asesoramiento ilustrativo.
A los sesenta años, jubilado por obligación. Destinó su tiempo a explorar el turbio arte de la escritura.
Pero en su mundo no había otra cosa de qué hablar que de politiquerías, alguna referencia histórica o cultivar la poesía (cosa ultra aristocrática a la que le faltaba sazón). Entonces puso atención a las leyendas tradicionales, la cultura popular era un afluente de anécdotas que persistían desde tiempo remotos, convirtiéndose en un objeto de estudio y una herramienta de enseñanza infantil, la cual tenía origen en los relatos orales de la Edad Media.
Un legado importante en Perrault es haber dado formato a aquellas leyendas, conviertiéndose en uno de los primeros autores que instauraron un canon narrativo, dando vida al cuento tradicional.

Charles Perrault tenía 69 años cuando se publicó una recopilación titulada Histoires ou contes du temps passé bajo el pseudónimo de Pierre Darmancourt (nombre real de su primogénito) el cual pasó a nombrarse con el tiempo Cuentos de la mamá ganso.
En esta recopilación recobraron vida personajes y sus vicisitudes que hasta nuestro tiempo siguen reinterpretándose. En este brevísimo libro, se encuentra la génesis mítica de la literatura infantil: Barba Azul, La Cenicienta, La Bella durmiente del bosque, Caperucita roja, El gato con botas, Las Hadas, Riquete el del copete, Pulgarcito, entre otros.
Pero, en medio de una sociedad regida por la iglesia, toda visión folclórica o pagana puede resultar un tanto comprometedora para la imagen pública; por ello les brindó un carácter culto, para que se leyeran en los palacios, esto generó un cambio paradigmático, y sobre todo estilístico:
Perrault cambió el lenguaje vulgar de los relatos tradicionales adaptando las historias a la sociedad y dotándoles cierto grado de humor.

Otro punto importante es la integración de valores implícitos en la trama; grabados en el discurso del argumento. Esto finalmente se convirtió en recurso constante dentro de su narrativa.
Por ejemplo, en su versión de Caperucita Roja, tenemos a una niña con escaso nivel de discernimiento y a quien el lobo feroz embrolla y la lleva a un final fatal. Luego de ver a la tierna niña en el bosque, llevando viandas a su abuela enferma, unos leñadores lo intimidan, y siendo más listo que Caperucita, le lleva dos saltos y luego de comerse a la abuela y hacerse pasar por ella, termina dándole un final aterrador.
Aquí lo interesante es que la interpretación a la distancia nos indica el poder que contenía la narración, sobre todo para señalar los peligros que trae el no conducirse con prudencia en un mundo que tiende a la voracidad.
Las moralejas son una constante en sus cuentos.
En muchos casos se trataba de asustar a los niños con las consecuencias extremas de lo que podía pasarles si no se comportaban correctamente, así como de fomentar valores cristianos, puesto que Perrault era un hombre muy religioso. No obstante, si se compara con las reescrituras modernas, el tema de lo moral-religioso se puede simplificar a la reinterpretación de símbolos y arquetipos.
Si bien, las versiones van y vuelven; se van adaptando a los momentos socioculturales y a los nuevos receptores; el público y los lectores son variables, cuya exigencia es diversa.
Si tomamos el ejemplo de Caperucita, quizá una historia por demás canónica, entenderemos el complejo simbólico que su lectura implica. A su vez, desde el germen de los cuentos folclóricos el símbolo del héroe es una constante en cualquier trama: siempre hay un conflicto existencial o problema al que se debe superar, o soportar al menos.
Sería complejo atravesar todas las versiones de Caperucita Roja, pues tiene su origen en un pasado mítico; lo que hace Charles Perrault en su versión, es darle un aleccionamiento moral: cuida de tus hijos y de los encantos que tiene el bosque, cuídate también a ti mismo.
Luego está, por supuesto, el universo simbólico: la casa, como hogar y seguridad, luego el bosque, como una mirada a lo desconocido (quizá a un prodigio), así como la caperuza, que representa algún deseo oculto más no reprimido (por no sacar a colación a Freud) y el lobo, como el seductor, frente a la abuela, quien representa un destino seguro.

Pero, ¿a quién no le gustan los finales felices?
En versiones modernas, al figura de Caperucita cambia y de empodera; logra dominar el instinto del lobo, e incluso lo vuelve su aliado.
En este tenor decimos que todo final feliz tiene un costo de interpretación; incluso hay nuevas versiones que se remontan aún más a los terrores del bosque, al dolor primigenio de la cultura, a los mitos que se traducen en figuras arquetípicas, y que seguimos consumiendo, a veces desinteresadamente, en todo tipo de narraciones.
Finalmente, la noción de cuento infantil va caminando con la evolución del pensamiento, y seguirá modificándose a la postre de nuevas ensoñaciones. Pero siempre es necesario echar una vuelta atrás para comprender de dónde vienen, a manera de itinerario fantástico, las historias que nos forjaron en la infancia.
