(Re)corte filosófico a Rango. ¿Quién soy?

Por Iracheta

He visto la película de Rango (Gore Verbninski, 2011) con mi hijo de cinco años al menos unas ocho veces. Él siempre me abandona antes de que termine pero algo que aprecio, después de su momentánea compañía, es el tema que —me parece— opera de fondo en la película y que quizás le explique en unos años; se trata de la búsqueda de identidad, de un problema permanente tanto para la filosofía como para la psicología (en particular para el psicoanálisis); esa pregunta y esa respuesta neurotizante al ¿Quién soy?.

Si bien es cierto que “Antes de interrogarse por el quien soy (el sujeto) recibe un tu eres, anterior a formular la propia pregunta sobre su ser”(Alemán,2022:27) Rango inicia ya en antesala del desierto, esto es, en una crisis identificatoria.

Se trata de un momento fundamental que el existencialismo llamaría “situación límite” y que en la película es tratado con un ambiguo “pasar al otro lado” pero que casi cualquier persona mínimamente introspectiva puede entender. En el fondo estamos ante un pasaje fundamental para todo sujeto.

Lo interesante de la película es que ese “pasar al otro lado” no es idealizado. Esa búsqueda del ser uno mismo que hoy vende mucho y que es quizás el imperativo más atroz (causante de depresión y de una nueva forma en la que el sujeto se culpabiliza a sí mismo) me parece que en Rango adopta una dimensión distinta.

El imperativo de ser auténtico, único, o de alcanzar su destino no consiste en Rango en descubrir la verdadera vocación o un verdadero ser que estaría oculto en el fondo de sí mismo. Rango al final más bien asume la invención que había construido para los otros, es decir, al fin hace suyo eso que accidentalmente construyó durante su propia búsqueda.

En buena medida aquí eso que llamamos el sentido de la vida es construido retrospectivamente asumiendo sus fallas y sus vacíos. Pero, precisamente, eso sólo es posible a través de una operación que puede pasar desapercibida en la micro odisea de Rango; vaciar de ese exceso de sentido a la propia búsqueda de sí.

¿A caso no debemos asumir esa dosis de no-verdad, de invención en eso que somos?

Rango es un antihéroe posmoderno que sin embargo traiciona en cierta medida al desarraigo propio de la misma posmodernidad, porque al final opta por un sólo papel, por un determinado personaje por encima de su condición camaleónica, pero también porque —y por encima de lo que Lipovetsky denomina como ética indolora e individualista— tiene la particularidad de creer en el compromiso colectivo.

 Podemos decir que irónicamente la confrontación fundamental, es decir, el reclamo de ser un farsante termina por universalizar esa dosis de no-verdad que hace posible a toda identidad. Todos seríamos en mayor o menor medida unos farsantes, no porque se quiera serlo sino porque la coincidencia absoluta con aquello que somos desde el sistema simbólico de la cultura o eso a lo que aspiramos ser (supuestamente fuera de esa determinación) es imposible.  

Nada nos “exime de la fractura en la que el sujeto se constituye, de su división incurable, de la imposibilidad de acceder a una identidad plena…” (ibid., 43). Y por ello la serpiente (que representa la gran amenaza y en cierta forma lo infernal de acuerdo con algunas partes textuales en los diálogos) parece adoptar una posición sustancialista, es decir apela a la incongruencia en Rango y hace de esa no-coincidencia la razón de su exilio.

Rango descubre esa falla y el momento más importante para desafiar al Otro inicia precisamente admitiendo primero:

no soy nadie.”

En cierto sentido aquí esa búsqueda, que se da en medio del desierto y el desfallecimiento, constituye un momento ético sumamente importante que encontramos una y otra vez en la literatura; hay cierta caricaturización mística en Rango. Se trata si, de una nihilización de la existencia que, sin embargo, hace posible un pasaje fundamental para el sujeto.

Finalmente, hoy podríamos preguntarnos si la denominada condición posmoderna da de sí para que esta experiencia sea posible.

Por un lado, hoy ese “no soy nadie” empuja mas regularmente a una melancolía atroz, al circuito de la pulsión de muerte que termina por aniquilar al sujeto mismo y que hace posible ese diagnóstico contemporáneo de una “sociedad suicidógena”; de un espontaneísmo que ya no tiene esta dimensión dramático-existencial.

Por otro lado, el gran problema es la forma en la que el sujeto trata de colmar su falla constitutiva, esto es, la forma en la que nos abandonamos a una serie de ofertas o a una serie interminable de prótesis que nos venden una “completud imaginaria” pero que hacen imposible pasar al otro lado.

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